Entre tumultos







El terror fue hundido con una llama


de fuego retorcido,


bastó el regocijo de la locura:


la molotov en mano,


veinte gritos sin fondo en el correr


de hombres llenos de cólera.






El sol se les cayó en forma de goma:


proyectiles perdidos,


retazos de ideas, pechos vacíos,


brusco el calor encima


de infantes que se repliegan despacio,


se salpican de miedo.






El sol se mete y descansa al olvido:


los deja atribulados,


ahí en medio de la nada y el todo


con los ojos de sangre,


con manos de concreto cuarteado,


con la duda de siempre.






Los caídos se contraen de furia:


se escarban con el alma,


se sobreviven en otra redada


conscientes de su esencia.

Lisa y el roble



Por David Solís Sánchez

La casa de Lisa está a unas diez millas del centro de la ciudad, lo suficientemente lejos para que el frío se sienta con mayor intensidad. Los habitantes saben bien del clima y se abrigan o se despojan de sus ropas según la temporada. Parece ser que este invierno irrumpió como nunca. Para dejar correr el aire al interior de la casa, Lisa abrió aquella vieja ventana con el esfuerzo de siempre, al momento de deslizarla hacia arriba algo interrumpió la acción: la mano de la mujer sangró de repente por una astilla que se asomaba ligeramente. El grito que se oyó más allá del poco dolor fue de coraje, por inercia quiso romper el cristal con la mano, tino le faltó, el puño se estrelló contra el marco de la ventana. Reclamándose a sí misma y con los ojos llorosos logró ver una silueta a lo lejos que se movía al compás del aire. Por un momento se olvidó de su situación y se enfocó en el bulto aquel. No parecía ser un animal colgado, tampoco bolsas o llantas que habían puesto ahí los niños traviesos del vecindario. Parecía alguien, una persona.

Lisa tomó un trapo para cubrir la herida. Se puso un suéter y un gorro de tela. Caminó sigilosamente y volteando a todos lados como si alguien fuera tras ella. Estaba nerviosa y los latidos de su corazón le reventaban el pecho. Sentía que algo estaba fuera de lugar, tenía que llegar al árbol que vio desde su casa, tenía que saber qué colgaba de él. Cuanto más cerca estaba menos a salvo creía estar. Comenzó a sudar, lo que le sorprendió, pues casi nunca le pasaba. Ese último tramo parecía ser el más difícil para transitarlo, ya no había casas y la gente y el bullicio iban quedando atrás, desapareciendo. En la caminata, por los nervios o la velocidad, la respiración de Lisa empezaba a percibirse con mayor precisión por ese ligero silbido que nacía en cada exhalación. Llegó. Se encontraba frente a un árbol gigante, al verlo se paralizó: un costal de cal se columpiaba fuertemente y debajo de él un cuerpo mutilado. Nunca había experimentado nada igual. Lo correcto pudo haber sido gritar y llamar a la policía, pero bien sabía que el miedo la estaba cegando, no quería avanzar ni retirarse. En el fondo, la curiosidad la obligaba a contemplar los trozos de cuerpo regados por el suelo. La cara no se le hacía conocida. Pasaron mil preguntas por su cabeza que no pudo resolver. Comenzaba a anochecer. No dedujo mucho, se arrodilló frente a su hallazgo para estudiarlo más a detalle. El deseo de vomitar iba y venía. Con una rama movía un brazo destrozado, lo hizo temblando y sin medir el esfuerzo, algo en el movimiento hizo un chasquido que le devolvió a Lisa el nerviosismo justo cuando empezaba a calmarse. En ese momento de sobresalto se paró y regresó corriendo a casa.

La noche fue un tormento. Las imágenes recién conocidas no se escapaban de su memoria. Lisa intentó disimular con su esposo y su hija, nadie notó nada. Tenía que seguir su vida normal, se explicó mentalmente que no le incumbía y que no tenía que martirizarse así. Se entregó al sueño y esperó la luz del sol.

Desde temprano la mujer no se acercó a la ventana que le dejaba ver el resultado de un crimen. Evitó mirar y cuando la desesperación la atacó, rogó que todo fuera distinto. No fue así, seguía ahí el cuerpo de un hombre o de una mujer desmembrado, olvidado. Su sentido común imploraba llamar a la policía y dar fin al caso. Antes de eso, necesitaba saber quiénes eran los involucrados o por lo menos para estar aislada de lo sucedido, dejar que otros dieran aviso. Su labor era vigilar y dejar todo en las manos del destino.

Aún no pasadas las seis de la tarde, Lisa al pie de la ventana reconoció a un vecino que con el mismo estilo que ella lo hizo la noche anterior, también se acercó al sitio. La distancia no le dejó saber la impresión del rostro del hombre que hallaba lo que la había alterado tanto a ella. Su modo de caminar y de dirigir su cabeza al descuartizado no reflejaban nervios o miedo, más bien parecía examinar que todo estuviera en su lugar. Minutos después el sujeto había desaparecido. Muchas dudas quedaron en el aire paseándose libremente en los pensamientos de Lisa, incluso en sus sueños. Una noche más y ninguna respuesta.

Lisa sabía que tarde o temprano alguien tenía que decirlo, si no, el hedor avisaría. Como de costumbre, luego de que su esposo y su hija se fueran de la casa, la mujer comenzaba las labores del hogar para después ir por la niña al colegio. Seguramente sería más llevadero el día. Por varios momentos se olvidaba del caso: telefoneó a algunas amigas, pintó en su viejo estudio, arregló la ropa que por muchos días había quedado haciendo montañas en un sofá del cuarto de planchado y cuando la vida parecía normal, el desmembrado venía a sembrarle más cuestionamientos. Como vigilante del árbol y lo que lo rodeaba, detrás de una cortina blanca para no ser vista, estaba al acecho. Le llamó la atención que una chica de unos veinte años se acercaba al enorme roble. De pronto el costal de cal se convirtió en uno de boxeo, con una agilidad y como si la veinteañera fuera una boxeadora profesional le pegaba con fuerza, en cada golpe caía una espolvoreada blanca en el piso. Pasaron unos minutos y los golpazos no cesaban, cuando se cansó, se arrojó al suelo y mordisqueó lo que había: brazos, manos, piernas, incluyendo aquello que no tenía forma visible. Lisa se asqueó y sin contener las náuseas corrió al baño a vomitar. Al volver a la ventana la muchacha  ya no estaba.

Lisa se preguntaba si realmente había sucedido un hecho tan cruel, tan denigrante. Las ideas se fueron ordenando y los detalles se fueron atando. Hasta el momento nadie sabía del cuerpo a excepción del hombre y la mujer que se habían dejado ver por ahí. Descartaba al hombre, tal vez porque la chica dio más señales extrañas y sus actos no eran nada aplaudibles, sin duda, tenía que ser la asesina.

Dispuesta a decir todo lo que sabía, Lisa esperó a su esposo. Mandó a dormir a Elenita, su hija, más temprano de lo normal. En la espera, diez o quince colillas de cigarrillos se habían acumulado en el cenicero. La botella de tequila que tanto cuidaban, por haber sido un regalo especial del padre de Lisa, estaba ya a la mitad. El ruido del motor se hizo presente.  Lucio, el marido de la mujer intranquila estaba llegando. Recién sentado a la mesa: un árbol, un costal de cal y un cuerpo sin forma articularon la conversación. La boca de Lisa no se hacía callar, el llanto la interrumpía y con esfuerzo se incorporaba otra vez. Lucio atento y en instantes se hacía notar incrédulo. Su semblante cambió de inmediato cuando Lisa dijo: Pero ya lo sé todo. Se refirió a la conclusión que había determinado antes. Lucio tambaleante le preguntó qué era eso que sabía. Lisa mencionó la culpabilidad de la mujer, Lucio con sudor en la frente y con el estómago hecho un nudo, soltó una segunda cuestión que no debió haber pronunciado: ¿te refieres a Clara, la hija del tendero?. Lisa se quedó en silencio buscando los elementos necesarios para responder, ciertamente, coincidía: el porte,  el caminar y veinte años en promedio. La interrogante ahora sería para Lucio, cómo es que sabía.

La pausa en la conversación se prolongó. Lisa no sabía la forma de entender si su esposo tenía algo que ver. Lucio por su parte, comprendió que se estaba delatando. Luego se hicieron audibles las palabras, Lisa con una cordura verbal iba poco a poco descubriendo que algo ocultaba su marido, cuando éste se sintió acorralado respondió con un golpe y gritó: ¡que te calles ya, carajo!. Lucio se transformó, jamás había actuado de esa forma y de un momento a otro se hallaba insultando a su mujer y la maltrataba. La tomó del cabello y la azotó contra la mesa, la cocina estaba muy cerca -requería un arma-, la agarró del pie y la arrastró. Encontró un cuchillo y sin más, la mató.

Las imágenes se agolparon en la mente del asesino. El cuerpo que yacía debajo de aquel roble era de una mujer, la novia de Clara. Lucio escondía un amorío con la hija del tendero, al principio lo veía como una simple aventura que no generaría mayores problemas, sin embargo con el tiempo se enamoró. Bien sabía de la bisexualidad de Clara, no sólo eso,  conocía a la mujer que vivía con ella, esa a la que amaba profundamente, tanto como a él. Para perpetuar su amor, Lucio, se las arregló para reunirse con la joven que no lo dejaba vivir plenamente su pasión oculta: la drogó y asesinó. Pensó en desmembrarla porque sería una forma de dejar un cuerpo irreconocible, tenía fe en lo inútil de la justicia, creyó que no se analizaría el cuerpo a fondo, se convertiría en una desaparecida más. Alguna vez observó que un señor echaba cal a un perro muerto con un costal agujerado, no preguntó para qué servía eso, supuso cualquier cosa, así que fue lo primero que se le ocurrió: dejar un costal arriba del cuerpo para que fuera expulsando el polvo blanco en cada movimiento que el aire provocara.

Lucio, después de su segundo asesinato, sintió una presencia: su hija que había sido testigo de lo ocurrido. El hombre imaginó la vida feliz que podía tener con Clara y luego una imagen de él a lado de su hija llorándole a la madre. Creyó que el dolor de su hija tenía que mitigarlo. Con la intención de matar a su primogénita también dio unos pasos. Sin darse cuenta, en el piso quedaban objetos regados y mal puestos, al avanzar resbaló con una bola de cristal de ornato, cayó y su cabeza se estrelló con una caja de madera. Perdió la vida. La niña atónita por lo que vio, se quedó contemplando el rojo paisaje dejando que las horas pasaran.

Primavera, 2013.

De marinos y lirios




A fuerza de los lirios

el viento se concentra en un recuerdo:

de papel son los barcos

que en un viaje cansado

crean un misterio del sinsentido.




De una nave se lanzan

dos férreos tripulantes en busca

de hojas que flotan, salvan;

descansan con la música

de una gota chispeante, silábica.




Los marinos escalan

lirios nigromantes que son refugio,

voces grises que cuentan

al son de un sortilegio

-testigo del fuego, faro de junio-.




El triunfo se resuelve

en el grato estigma de la flor de Hera,

un marino revive

sin dudas ni demora

la esperanza del otro sin zozobra.

Tierras Óseas




Un esqueleto ahora:
huesos los árboles,
            huesos rocosos,
cráneo de guerra,
            cráneo en coma.

Un crujir del carpo
se une al tintineo del viento,
a un tamborileo de desespero,
            o de esperar un corte al destino,
y el esqueleto se consume
en un manifiesto paciente.

Apenas el misticismo revive
de las venas ríos,
            y la sangre fluye;
del tórax las aves
            que flotan sin cansancio.

El tiempo se desborda
por tierras óseas sobrevivientes,
se consume el desértico silencio
                        y los trinos reviven;
el esqueleto puede levantarse,
ya camina firme y valiente.

Callar por tiempos





Callar en un segundo
con los párpados cansados,
callar de poco, de sueño.

Decir que el cielo se entume
                       de dos a tres veces al día.

Reconocer mis nubes,
las lluvias dulces desde el centro
                       que provocan tus besos.

De súbito gritar tu nombre,
correr como corren las lágrimas.

Callar de nuevo, callar al margen;
respetar el dolor de tu vientre
                       -salpicarte de consuelo-.

Y volver a gritar tu nombre
con la garganta agridulce,
acariciar tus esperanzas
            con el pretexto del invierno.

Llorar contigo,
            en la ausencia.
Dividir los discursos en abrazos
que se rasgan sin romperse.

Volver al silencio, al bullicio,
a las distancias breves.

Callar por tiempos,
            degustar en bucles,
Gastar la vida en letras.

Darle valor a las pretensiones
que cuelgan del árbol
que sembramos hace tiempo.

Sembrarnos.
Hablar del perro,
del desacomodo de los muebles,
de nuestras reglas.

Callar en un segundo,
para luego, sin pausas,
conciliar en altos decibeles
                                   la carne.

Nacer, callar, llorar...

                       quedarnos.