Para entonces los hombres se ajustaban esos pantalones y se recortaban el bigote al mero estilo Garcés, o por lo menos así veo a mi padre cuando repaso el álbum de fotos de la familia. A mi mamá siempre la veo igual: vestidotes de arrastre y trapeador, eso sí, cuando se trata de salir a la calle saca aquellas garritas setenteras y todos estamos dispuestos a responder que vamos a un carnaval cuando alguien pregunta por el buen gusto de nuestra Farrah Fawcett moderna. El final de los setenta les dio a mis padres un título de universidad, de ahí salieron amantes pregonando más amor que paz, les quedaban unas pinceladas hippies que adornaban sus ideas.
No les creo. Me gusta que piensen que sí. Cuentan que nací por capricho un mes antes. Y agarré a mi madre tan desprevenida que fui a dar a manos de un taxista, quien con una sonrisota dijo que era niño y zaz, me surtió una buena nalgada. A partir de esa escena en 1981 cambié la vida de Rosa y Antonio, mis padres. Por ser el primero correspondí a los juegos de una progenitora primeriza: cortes de cabello semanales, baño dos veces al día, nadie me tocaba a menos que se lavaran las manos y un largo etcétera. Por eso crecí mamón.
Huguito era el brother de todos los rebeldes del hoy extinto “Jardín Octavio Paz”. Fue mi mejor amigo. Formamos una buena dupla para menear a cuatro niños más. Era bueno liderar una bandita de mocosos que usaban mingitorios de Mi alegría. Ninguno superaba los cinco años y haciendo uso de los dotes infantiles que esa edad nos regalaba, nuestras travesuras siempre terminaron siendo “cosas de niños”. Lo más temible que ocurrió, y que en realidad no afectó ni a Huguito ni a mí, fue que Paquito —un verdadero oratito— chilló porque alguien le tiró su sándwich, así que como buen consejero le dije que se desquitara; aún sin explicar el plan, Paco pegó una carrera de caballo desbocado y sin medir terminó tirando al chapoteadero a una niña que nada tuvo que ver con el emparedado; mientras que el verdadero culpable quedó a salvo, gracias a que por alguna razón detuvo su andar justo un paso antes del atropellamiento. Lógicamente Paquito me culpó de su torpeza, el resto de la clase fue tan terrible que costó trabajo recuperar el ritmo de mi respiración.
Huguito era el brother de todos los rebeldes del hoy extinto “Jardín Octavio Paz”. Fue mi mejor amigo. Formamos una buena dupla para menear a cuatro niños más. Era bueno liderar una bandita de mocosos que usaban mingitorios de Mi alegría. Ninguno superaba los cinco años y haciendo uso de los dotes infantiles que esa edad nos regalaba, nuestras travesuras siempre terminaron siendo “cosas de niños”. Lo más temible que ocurrió, y que en realidad no afectó ni a Huguito ni a mí, fue que Paquito —un verdadero oratito— chilló porque alguien le tiró su sándwich, así que como buen consejero le dije que se desquitara; aún sin explicar el plan, Paco pegó una carrera de caballo desbocado y sin medir terminó tirando al chapoteadero a una niña que nada tuvo que ver con el emparedado; mientras que el verdadero culpable quedó a salvo, gracias a que por alguna razón detuvo su andar justo un paso antes del atropellamiento. Lógicamente Paquito me culpó de su torpeza, el resto de la clase fue tan terrible que costó trabajo recuperar el ritmo de mi respiración.
Mis miedos siempre fueron grandes. Me oriné varias veces en la cama, con o sin acompañantes, era lo de menos. El señor del costal, el ropavejero, el payaso Eso y otros personajes épicos hicieron mis sueños memorables. Así seguí los años de primaria. “Los Niños del Tercer Mundo”, hasta el nombre de la escuela era patético, poco progresista, nunca supe si era una forma de motivar a los estudiantes a que salieran adelante y contrarrestaran nuestras desgracias o le pusieron así para decirnos de buena manera: “acostúmbrense, ya se chingaron”. No sé, tal vez si regreso a aquel lugar, mi exescuela se llame “Niños en vías de desarrollo”. Como un niño tercermundista no tuve oportunidad de un Atari. Aunque lo deseé mucho. Cartas enormes las que les ponía a los Reyes cada año, de diez cosas sólo una o dos; mis padres siempre lograron escabullir las verdaderas razones de mis regalos. Jamás vi a esos Reyes Magos como unos pinches tacaños, sólo de pensar que tenían que cubrir las necesidades de otros trecientos tercermundistas como yo —pensando en los de mi escuela nada más—, cómo les iba a alcanzar.
Reconocer el tiempo en añicos, definitivamente hace un vuelco gradual en mis percepciones de hoy. Tuve grandes maestros en la escuela y fuera de ella. Es más, el Profe Carlos de la secundaria era cuate, apostábamos seguido, a mí ni me gustaba el fut, pero me encantaba verle la cara que ponía cuando tenía que darme para la torta cada vez que perdía, él le iba al América, y yo, a todos, menos a sus aguiluchas. Me daba español, tenía una voz de castrado. Mis amigos coincidían que era buena onda, incluso lo comparábamos con el de Artísticas, un tipo corpulento y con una voz gravísima. Daba miedo por su aspecto, conociéndolo sabíamos que tenía sentido del humor; unos le decían el Mongol y otros Lelín, hasta él se autoapodaba, en cada clase se inventaba un sobrenombre distinto. Pero eso sí, nada más no cumplías y te definía bien un camino al extraordinario.
Aprendí a fumar, a beber mezcal y a conocer las crudas. Besé y fajé. Me estrené en el futbol aunque no tuve talento en ello. Fui a un cine por primera vez. Hice récord en no reprobar materias. Me madreé con otro por una chamaca. Le menté la madre al chófer de un camión que enseguida me dio un batazo en la espalda. Visité un hospital como lesionado. Escribí una carta para alguien especial. Me aprendí las canciones de Café Tacvba. Me hice adicto a la calle.
Aún con todo, rebasé mis propias expectativas. Lo sabía todo, según yo. Luego, lo más importante de ser un bachiller fue el confrontar mi futuro, el decidir qué haría en mi vida. Puse en la mesa todas las cartas, sin que me faltara una. Las analicé. Nunca interfirieron los hippies de mis padres. Contemplé mis gustos y mis posibilidades, y así fue. No estudié. Ya no más universidad, ya no más estrés, ya no más tareas. Si lo que me gustaba era todo menos estar cara a cara con maestros que nunca terminaron de entender mis gustos, pues tendría que salir a degustar de mis talentos y mis caprichos a un ritmo propio. Y lo hice.
Empecé a explotar mi capacidad de dibujante de parque en parque haciendo caricaturas. Un día, llegó un hombre acompañado de una joven que externaba gracia y encantaba. Revisó lo que hacía y así de simple y sin más, me invitó a trabajar en un despacho de publicidad. Hago dibujos todo el tiempo, de hecho, los acabo tan pronto me encomiendan la idea y disfruto los días de forma tranquila. Antes era de salir a hacer exactamente lo mismo que de adolescente, aunque muchas cosas deben hacerse diferente.
Empecé a explotar mi capacidad de dibujante de parque en parque haciendo caricaturas. Un día, llegó un hombre acompañado de una joven que externaba gracia y encantaba. Revisó lo que hacía y así de simple y sin más, me invitó a trabajar en un despacho de publicidad. Hago dibujos todo el tiempo, de hecho, los acabo tan pronto me encomiendan la idea y disfruto los días de forma tranquila. Antes era de salir a hacer exactamente lo mismo que de adolescente, aunque muchas cosas deben hacerse diferente.
Hoy voy directo a casa a disfrutar del hijo que me dio una bella mujer de gracia y encanto que acompañaba al sujeto aquel que ahora es mi socio y cuñado.
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Seleccionado para el No. 7
de la revista literaria Palabracadabra.
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