La noche se
arropaba de pequeñas estrellas que en pelotones avanzaban sobre las nubes. Ya
casi la media noche y la temperatura vaciaba desde el fondo de sus entrañas los
rescoldos fríos que por meses no exhibía. Un hombre que no conciliaba el sueño
pensó en aquellos minutos matutinos que habían cambiado su vida por completo y
que después de todo afirmaban lo que por años había pensado: “debo cambiar de
empleo”.
Diez meses
antes, aquel sujeto con porte elegante navegaba por las calles del centro de la
ciudad: buscaba trabajo, tardó tres semanas en encontrar un empleo. Su contratante,
un anciano que con vasta experiencia en la electrónica vacilaba continuamente
sobre sus clientes y deparaba en temas extravagantes, mismos que se convertían
en ligeras lobotomías para aquellos que se creían tan exigentes.
El ahora nuevo asistente supo manejar a caprichos propios el carácter
del jefe. Y pese a que el trabajo no pintaba mal, en el fondo deseaba salir
corriendo, entablar conversaciones inacabables, pasar el día contemplando el ir
y venir de gente como él. Nunca lo hizo, ni siquiera hubo intentos.
Sus sueños se
resumían en la pregunta fiel de todo desempleado: ¿Y ahora qué?. En su fatídica mañana, como siempre, arribó
despabilado y con el ánimo de siempre. La puerta del negocio como de costumbre:
llave, dos vueltas a la derecha, una a la izquierda y rematar el truco con una
patadita, eso sin olvidar el rechinido tétrico de las viejas bisagras. Al
quitarse el saco, llegó el hijo del patrón explicando las peripecias familiares
de las últimas horas; habían llevado a su padre intempestivamente al médico,
luego los minutos pesados, los familiares que uno a uno ocupaban los asientos
de la sala de espera, las lagunas comenzaban a nacer en los ojos de los
visitantes, y al final, los mares: murió. El hombre mostró respeto y escuchó lo
que restaba decir al joven, dadas las circunstancias sus servicios ya no eran
necesarios, el testamento fue muy claro en determinar que el lugar donde
estaban parados correspondía a un pariente que no tenía intenciones de
continuar con lo que ahí se hacía.
¡Qué más da!, se
repetía en cada acomodo. Las sábanas le empezaron a acalorar y se hacía
cómplice de su propia angustia. Mientras los lejanos astros se fueron
despidiendo y el clima auguraba más encanto, el hombre durmió reflejando en su
sueño una mezcla considerable de amantes eternos, de bosques alevosos, de
riquezas y más pobrezas.
El sol apareció
imantando de colores vivos a las flores que testificaron un rostro de ojos
abiertos hasta la madrugada. Por lo menos era un día de fingir, de pensar que
no pasaba nada. Venía el almuerzo, luego la comida y después la boda del año
que toda la familia del intranquilo hombre esperaba. De cualquier modo, no hubo
mucha preocupación, todo estaba en orden.
Llegada la
tarde, el hombre de pipa y guante, relucía a la familia con todo el glamour y
exigiéndose que debía pensar en todo, menos en el trabajo. En el vestíbulo del
lugar, se encontró con una persona que por más que quiso averiguar su nombre o
el parentesco con los conocidos que ahora arribaban al lugar, no pudo. Sólo rasguñó
unos cuantos datos, su apellido fue uno de ellos: Prier.
Los enamorados
que ahora estrechaban sus almas en un modo tan particular, participaron en el
rito de unión, fueron felicitados por los asistentes y disfrutaron del ambiente
romántico que con esmero y buen gusto regalaron a los demás. Flores por todo el
sitio, velas decoradas en cada mesa y para dar un toque moderno, la pista de
baile tapizada de acrílico transparente que dejaba apreciar el agua azulada que
había debajo y alrededor luces decorativas que hacían de ese suelo el cielo más
bello.
Quien animara el baile
invitó a los que estaban sentados a felicitar a los novios, sin dudarlo lo
empezaron a hacer. Una señorita se acercó al hombre que bien entrado en su
papel disfrutaba de su estancia, para invitarlo a bailar. Justo al momento de
entrar a la pista, el piso cristalino se venció, ambos retrocedieron y de
inmediato él, que había notado el switch de energía eléctrica, corrió a bajar
la palanca y lo desactivó. Regresó. Vio flotar una buena cantidad de celulares,
tabletas electrónicas, cámaras fotográficas y
gente retorciéndose fuera del agua. No lo pensó, se lanzó a la
alberca para ayudar: sacó a una persona, luego a otra, cuando iba por la
tercera percibió a media luz a Prier, quien entre quejas, le dio una bolsa
diminuta aterciopelada y le expresó que a menos que sobreviviera hablarían del
contenido, de no ser así, dejaba en buenas manos su más grande tesoro. Cuando
el hombre intentaba animarlo, un río de sangre le rodeaba el brazo, la cabeza
de Prier había golpeado en alguna parte.
Al día siguiente,
la curiosidad y la cobardía aquejaban la mañana. No era capaz de desatar el
cordón guardián que finamente cumplía con su deber. Pensó en su empleo antiguo,
en el jefe hábil de los últimos meses, en Prier y en su futuro, uno que tal vez
estuvo definido por lo que llevaba en las manos. Salió de casa, avanzó por el
vecindario, dio un recorrido por todos sus lugares favoritos, cuando estuvo a
punto de abrir la bolsa, la miró sin prisa, suspiró y siguió su camino.*
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