Entonces la noche abismal irradió con chispeantes antorchas que caían del cielo. Todos corrieron buscando asilo: árboles caídos, gritos ahogados, todo entró en vigor. Un hombre de edad media no se inmutó, levantó la vista y admiró el espectáculo; se preguntó de dónde venía el espanto, era un hermoso escenario. “Por favor, no se vayan”, gritaba. La gente respondía con insultos y él con excelso regocijo dibujaba en su rostro una sonrisa. Estaba feliz.
El cielo se hizo pequeño. Cada cosa que aterrizó volvía a tomar vuelo, las llamas viajaban cual estrellas fugaces y los hombres ajetreados se condenaban a cada paso, la costumbre les hizo creer que se hallaban en peligro y reptiles se escabullían entre objetos desconocidos. Todo cuanto se veía se sumó con un poder de atracción a una masa sólida. El hombre, pasivo que aún sonreía fue testigo de un fenómeno, natural o no, que nadie imaginó. Tranquilamente con un suspiro se despidió del sitio aquel, al dar vuelta en la calle contigua vio a un niño, menor de diez años, también sonreía. No hizo falta explicación alguna, se tomaron de la mano y caminaron plácidamente por el horizonte.
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