Los sueños llenan al hombre pero también lo asustan



Con todo lo que él sabe. Cayó de un cielo que se recuperaba por dentro, que se hinchaba por las nubes y la contaminación le pulía los pisos celestiales. Nació hace veinte años entre una familia de campesinos de bolsillos vacíos y fuerzas recogidas de su propio campo. La crecida fue violenta, felizmente violenta. En el pueblo, muy cerca de las laderas sureñas, se meneaba el llanto y el coraje como compañeros inseparables; la gente sabía de eso, sabía de controlar los espacios para el maíz y para el ganado.
Él sabía del sufrir aferrado a la supervivencia. Entre el ritual de la siembra y el común sacrificio de animales para la comida, se moría de esperanzas y de alegrías consignadas a la memoria. Él deseó huir, con todas sus ganas. ¿Huir de la gloria? ¿Cuál era su gloria?
El fuero del día le otorgó una huida discreta. Después de la comida, bajó sin que nadie lo viera, tomó un morral preparado con anterioridad, cargaba como siempre, como la mayoría de los que buscan historias futuras y trabajos que evaden la reticencia, las pretensiones del éxito. Buscó caminos alumbrados por el instinto, no sabía los dóndes y mucho menos los porqués, avanzó sin más, con los pies agrietados y las manos confidentes de un aire consejero.
Fueron los días los que lo llevaron a la corriente de los vaivenes. Sabía de recorridos que en su infancia atestiguaron trabajos forzados para el acarreo de costales de aserrín que se vendían bien en casa de uno de los tíos. Con los recuerdos amortajados y obligándose al olvido, reconoció en un pestañeo la fábrica de velas que alguna vez oyó entre quejas laborales en la casa de Dionisio. La hora le venía bien para tocar a la puerta y pedir un empleo. Cada golpe que llamaba se convirtió en un atropello al corazón, al nervio común de haber encontrado lo que siempre buscó. Así de trágico.
Nadie salió. Esperó hasta el día siguiente. Con la cara quebrada por el frío y pies y manos entumecidas; logró conciliar unos minutos de sueño que se transformaron en chispas que iluminaban un cielo muy suyo, como el que lo vio nacer años atrás. Otro día más y nadie, ni señal de vida.
Se otorgó a la rudeza del temporal y prefirió resolverse en el camino nuevamente. Sin saber cuántos kilómetros lo empujaron por las pendientes de terracería, vinieron los suspiros entrecortados por una emoción súbita, de aliento aliviado: un camión estacionado a media carretera.
Los lugareños aseguraron que los convoyes llegaban tres veces por semana, sabían lo que hacían, y sabían de los que atravesaban el rumbo, con las mismas ambiciones que él. El intercepto era sencillo, sin saber cómo, caían en el resquicio del progreso, y tal vez progresaron, tal vez no.

El sueño es un retén muy parecido a la realidad, se controla y a veces no. Los sueños llenan al hombre como la condición existencial de ser mejor. Él quiso ser mejor. Ahora que no se sabe en dónde terminó o inició su felicidad, los sueños pueden dar miedo de una manera o de otra, y dan en un punto justo de perseguirse, o no.

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