Por David Solís Sánchez
La casa de Lisa está a unas diez millas del centro de
la ciudad, lo suficientemente lejos para que el frío se sienta con mayor
intensidad. Los habitantes saben bien del clima y se abrigan o se despojan de
sus ropas según la temporada. Parece ser que este invierno irrumpió como nunca.
Para dejar correr el aire al interior de la casa, Lisa abrió aquella vieja
ventana con el esfuerzo de siempre, al momento de deslizarla hacia arriba algo
interrumpió la acción: la mano de la mujer sangró de repente por una astilla
que se asomaba ligeramente. El grito que se oyó más allá del poco dolor fue de coraje,
por inercia quiso romper el cristal con la mano, tino le faltó, el puño se
estrelló contra el marco de la ventana. Reclamándose a sí misma y con los ojos
llorosos logró ver una silueta a lo lejos que se movía al compás del aire. Por
un momento se olvidó de su situación y se enfocó en el bulto aquel. No parecía
ser un animal colgado, tampoco bolsas o llantas que habían puesto ahí los niños
traviesos del vecindario. Parecía alguien, una persona.
Lisa tomó un trapo para cubrir la herida. Se puso un
suéter y un gorro de tela. Caminó sigilosamente y volteando a todos lados como
si alguien fuera tras ella. Estaba nerviosa y los latidos de su corazón le
reventaban el pecho. Sentía que algo estaba fuera de lugar, tenía que llegar al
árbol que vio desde su casa, tenía que saber qué colgaba de él. Cuanto más
cerca estaba menos a salvo creía estar. Comenzó a sudar, lo que le sorprendió,
pues casi nunca le pasaba. Ese último tramo parecía ser el más difícil para
transitarlo, ya no había casas y la gente y el bullicio iban quedando atrás,
desapareciendo. En la caminata, por los nervios o la velocidad, la respiración
de Lisa empezaba a percibirse con mayor precisión por ese ligero silbido que
nacía en cada exhalación. Llegó. Se encontraba frente a un árbol gigante, al
verlo se paralizó: un costal de cal se columpiaba fuertemente y debajo de él un
cuerpo mutilado. Nunca había experimentado nada igual. Lo correcto pudo haber
sido gritar y llamar a la policía, pero bien sabía que el miedo la estaba
cegando, no quería avanzar ni retirarse. En el fondo, la curiosidad la obligaba
a contemplar los trozos de cuerpo regados por el suelo. La cara no se le hacía
conocida. Pasaron mil preguntas por su cabeza que no pudo resolver. Comenzaba a
anochecer. No dedujo mucho, se arrodilló frente a su hallazgo para estudiarlo
más a detalle. El deseo de vomitar iba y venía. Con una rama movía un brazo
destrozado, lo hizo temblando y sin medir el esfuerzo, algo en el movimiento
hizo un chasquido que le devolvió a Lisa el nerviosismo justo cuando empezaba a
calmarse. En ese momento de sobresalto se paró y regresó corriendo a casa.
La noche fue un tormento. Las imágenes recién
conocidas no se escapaban de su memoria. Lisa intentó disimular con su esposo y
su hija, nadie notó nada. Tenía que seguir su vida normal, se explicó
mentalmente que no le incumbía y que no tenía que martirizarse así. Se entregó
al sueño y esperó la luz del sol.
Desde temprano la mujer no se acercó a la ventana que
le dejaba ver el resultado de un crimen. Evitó mirar y cuando la desesperación
la atacó, rogó que todo fuera distinto. No fue así, seguía ahí el cuerpo de un
hombre o de una mujer desmembrado, olvidado. Su sentido común imploraba llamar
a la policía y dar fin al caso. Antes de eso, necesitaba saber quiénes eran los
involucrados o por lo menos para estar aislada de lo sucedido, dejar que otros
dieran aviso. Su labor era vigilar y dejar todo en las manos del destino.
Aún no pasadas las seis de la tarde, Lisa al pie de
la ventana reconoció a un vecino que con el mismo estilo que ella lo hizo la
noche anterior, también se acercó al sitio. La distancia no le dejó saber la
impresión del rostro del hombre que hallaba lo que la había alterado tanto a
ella. Su modo de caminar y de dirigir su cabeza al descuartizado no reflejaban
nervios o miedo, más bien parecía examinar que todo estuviera en su lugar.
Minutos después el sujeto había desaparecido. Muchas dudas quedaron en el aire
paseándose libremente en los pensamientos de Lisa, incluso en sus sueños. Una
noche más y ninguna respuesta.
Lisa sabía que tarde o temprano alguien tenía que
decirlo, si no, el hedor avisaría. Como de costumbre, luego de que su esposo y
su hija se fueran de la casa, la mujer comenzaba las labores del hogar para
después ir por la niña al colegio. Seguramente sería más llevadero el día. Por
varios momentos se olvidaba del caso: telefoneó a algunas amigas, pintó en su
viejo estudio, arregló la ropa que por muchos días había quedado haciendo
montañas en un sofá del cuarto de planchado y cuando la vida parecía normal, el
desmembrado venía a sembrarle más cuestionamientos. Como vigilante del árbol y
lo que lo rodeaba, detrás de una cortina blanca para no ser vista, estaba al
acecho. Le llamó la atención que una chica de unos veinte años se acercaba al
enorme roble. De pronto el costal de cal se convirtió en uno de boxeo, con una
agilidad y como si la veinteañera fuera una boxeadora profesional le pegaba con
fuerza, en cada golpe caía una espolvoreada blanca en el piso. Pasaron unos
minutos y los golpazos no cesaban, cuando se cansó, se arrojó al suelo y
mordisqueó lo que había: brazos, manos, piernas, incluyendo aquello que no
tenía forma visible. Lisa se asqueó y sin contener las náuseas corrió al baño a
vomitar. Al volver a la ventana la muchacha
ya no estaba.
Lisa se preguntaba si realmente había sucedido un
hecho tan cruel, tan denigrante. Las ideas se fueron ordenando y los detalles
se fueron atando. Hasta el momento nadie sabía del cuerpo a excepción del
hombre y la mujer que se habían dejado ver por ahí. Descartaba al hombre, tal
vez porque la chica dio más señales extrañas y sus actos no eran nada
aplaudibles, sin duda, tenía que ser la asesina.
Dispuesta a decir todo lo que sabía, Lisa esperó a su
esposo. Mandó a dormir a Elenita, su hija, más temprano de lo normal. En la
espera, diez o quince colillas de cigarrillos se habían acumulado en el
cenicero. La botella de tequila que tanto cuidaban, por haber sido un regalo
especial del padre de Lisa, estaba ya a la mitad. El ruido del motor se hizo
presente. Lucio, el marido de la mujer
intranquila estaba llegando. Recién sentado a la mesa: un árbol, un costal de
cal y un cuerpo sin forma articularon la conversación. La boca de Lisa no se
hacía callar, el llanto la interrumpía y con esfuerzo se incorporaba otra vez.
Lucio atento y en instantes se hacía notar incrédulo. Su semblante cambió de
inmediato cuando Lisa dijo: Pero ya lo sé todo. Se refirió a la conclusión que
había determinado antes. Lucio tambaleante le preguntó qué era eso que sabía. Lisa
mencionó la culpabilidad de la mujer, Lucio con sudor en la frente y con el
estómago hecho un nudo, soltó una segunda cuestión que no debió haber
pronunciado: ¿te refieres a Clara, la hija del tendero?. Lisa se quedó en
silencio buscando los elementos necesarios para responder, ciertamente,
coincidía: el porte, el caminar y veinte
años en promedio. La interrogante ahora sería para Lucio, cómo es que sabía.
La pausa en la conversación se prolongó. Lisa no
sabía la forma de entender si su esposo tenía algo que ver. Lucio por su parte,
comprendió que se estaba delatando. Luego se hicieron audibles las palabras,
Lisa con una cordura verbal iba poco a poco descubriendo que algo ocultaba su marido,
cuando éste se sintió acorralado respondió con un golpe y gritó: ¡que te calles
ya, carajo!. Lucio se transformó, jamás había actuado de esa forma y de un
momento a otro se hallaba insultando a su mujer y la maltrataba. La tomó del
cabello y la azotó contra la mesa, la cocina estaba muy cerca -requería un
arma-, la agarró del pie y la arrastró. Encontró un cuchillo y sin más, la
mató.
Las imágenes se agolparon en la mente del asesino. El
cuerpo que yacía debajo de aquel roble era de una mujer, la novia de Clara.
Lucio escondía un amorío con la hija del tendero, al principio lo veía como una
simple aventura que no generaría mayores problemas, sin embargo con el tiempo
se enamoró. Bien sabía de la bisexualidad de Clara, no sólo eso, conocía a la mujer que vivía con ella, esa a
la que amaba profundamente, tanto como a él. Para perpetuar su amor, Lucio, se
las arregló para reunirse con la joven que no lo dejaba vivir plenamente su
pasión oculta: la drogó y asesinó. Pensó en desmembrarla porque sería una forma
de dejar un cuerpo irreconocible, tenía fe en lo inútil de la justicia, creyó
que no se analizaría el cuerpo a fondo, se convertiría en una desaparecida más.
Alguna vez observó que un señor echaba cal a un perro muerto con un costal
agujerado, no preguntó para qué servía eso, supuso cualquier cosa, así que fue
lo primero que se le ocurrió: dejar un costal arriba del cuerpo para que fuera
expulsando el polvo blanco en cada movimiento que el aire provocara.
Lucio, después de su segundo asesinato, sintió una
presencia: su hija que había sido testigo de lo ocurrido. El hombre imaginó la
vida feliz que podía tener con Clara y luego una imagen de él a lado de su hija
llorándole a la madre. Creyó que el dolor de su hija tenía que mitigarlo. Con
la intención de matar a su primogénita también dio unos pasos. Sin darse
cuenta, en el piso quedaban objetos regados y mal puestos, al avanzar resbaló
con una bola de cristal de ornato, cayó y su cabeza se estrelló con una caja de
madera. Perdió la vida. La niña atónita por lo que vio, se quedó contemplando
el rojo paisaje dejando que las horas pasaran.
Primavera,
2013.